El DSM: el manual que inventó millones de enfermos
- Aroa Granados

- 4 nov
- 16 Min. de lectura
Durante más de setenta años, un libro ha decidido quién está “bien” y quién está “mal”. Un libro que ha etiquetado la tristeza, el miedo, la timidez o el duelo como síntomas de enfermedad mental. Su nombre es DSM, siglas de Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, la biblia de la psiquiatría moderna.
Nació en 1952 como una herramienta estadística para unificar criterios médicos, pero terminó convirtiéndose en algo mucho más poderoso: el mapa oficial de lo que se considera “normal” en la mente humana. Desde entonces, cada nueva edición ha traído consigo más trastornos, más etiquetas y, sobre todo, más personas que creen estar rotas.
El DSM-5-TR, su última versión publicada en 2022, ya clasifica casi 300 “trastornos mentales”. En los años 50 eran poco más de un centenar. En apenas siete décadas, la lista de formas “incorrectas” de pensar, sentir o comportarse se ha triplicado. Y, con cada ampliación, una parte más de la experiencia humana ha pasado a considerarse patológica.
No hablamos de un simple manual técnico, sino de un instrumento con un impacto inmenso en la vida de millones de personas. Lo que aparece (o no) en el DSM determina quién recibe un diagnóstico, quién cobra una baja médica, qué medicación se receta y qué tratamientos se financian. Y, por extensión, también define la forma en la que entendemos el sufrimiento.
El problema es que el DSM no explica el malestar humano: lo clasifica. No busca comprender, sino encajar a las personas en categorías. No pregunta qué te ha pasado, sino qué casilla puedes marcar. Su lenguaje descriptivo ignora el contexto, la historia y la función de las conductas. Y en ese reduccionismo ha conseguido algo inquietante: convertir el malestar cotidiano en enfermedad mental.
Como psicóloga, cada día veo los efectos de esa forma de pensar. Personas que llegan a consulta convencidas de que están “dañadas”, “rotas” o “trastornadas”, cuando en realidad están viviendo emociones humanas ante contextos difíciles. Personas que no necesitan un diagnóstico, sino comprensión. Que no necesitan una etiqueta, sino herramientas.
El DSM no nació con malas intenciones. Pero se ha convertido en una máquina de fabricar diagnósticos. Y con ello, en una de las principales causas de la medicalización del sufrimiento humano. Hoy quiero explicarte cómo llegamos hasta aquí, qué críticas han hecho incluso los propios psiquiatras que participaron en su creación, y por qué cada vez más profesionales defendemos que este manual debería dejar de usarse.

Breve historia de un experimento que se nos fue de las manos
El primer DSM nació en 1952, en plena posguerra, cuando Estados Unidos buscaba ordenar el caos psicológico de los veteranos. Aquella primera edición, el DSM-I, apenas incluía 106 diagnósticos. Eran categorías amplias, muchas de ellas inspiradas más en la moral y la cultura de la época que en la ciencia. Por ejemplo, se consideraba la homosexualidad un “trastorno sociopático de la personalidad”.
El DSM-II, publicado en 1968, amplió la lista a 182 “enfermedades mentales”. En esa época, la psiquiatría buscaba desesperadamente parecerse a la medicina tradicional. Quería un lenguaje técnico, preciso, clínico. Pero no lo tenía. No existían pruebas biológicas, ni marcadores cerebrales, ni análisis que confirmaran un diagnóstico. Así que el DSM empezó a definir los trastornos por conjuntos de síntomas observables, como si la mente fuera una máquina con piezas defectuosas que podían describirse y nombrarse.
Y entonces llegó uno de los episodios más reveladores de su historia: la lucha por eliminar la homosexualidad del manual. En los años 70, activistas, psicólogos y psiquiatras críticos se movilizaron contra la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), denunciando la falta de base científica de aquel diagnóstico. Finalmente, en 1973, la homosexualidad fue retirada del DSM-III. Fue un punto de inflexión: por primera vez, se reconocía que un diagnóstico podía responder más a valores culturales que a evidencia empírica. Pero el sistema no cambió. Solo cambió el contenido del manual.
En 1980 se publicó el DSM-III, el gran salto hacia la psiquiatría moderna. Incorporó un enfoque “descriptivo y ateórico”: no importaban las causas, solo los síntomas. Era, en apariencia, más objetivo. Pero en realidad se trataba de un manual estadístico de observaciones subjetivas, una clasificación consensuada más por votación que por ciencia. El resultado: más de 260 diagnósticos y una nueva era en la que cada comportamiento humano parecía tener su propio código.
Desde entonces, cada edición ha seguido la misma lógica: añadir más etiquetas para abarcar más conductas. El DSM-IV en 1994 superó los 300 trastornos. El DSM-5, en 2013, reorganizó algunos, fusionó otros, pero no redujo nada: la lista se mantuvo igual de inflada. Y con el DSM-5-TR (2022), la versión más reciente, seguimos clasificando el sufrimiento humano con la misma mirada reduccionista, pero con un envoltorio más moderno.
El propio Allen Frances, psiquiatra y presidente del comité del DSM-IV, lo reconoció públicamente:
“El DSM-5 convierte la normalidad en enfermedad. Hemos perdido la línea que separa la vida de la patología.”
Y tenía razón.
Con el tiempo, la frontera entre lo que es un malestar natural y lo que se considera un “trastorno mental” se ha ido borrando. Hoy, si un niño se mueve demasiado, si un adolescente es tímido, si un adulto llora durante semanas tras una pérdida, si alguien tiene miedo de hablar en público… todo puede recibir un diagnóstico.
Lo que comenzó como un intento de orden clínico, se ha convertido en una red que atrapa la experiencia humana. Y lo más grave: una vez tienes una etiqueta, rara vez te la quitan. Porque el sistema no está diseñado para comprenderte, sino para encajarte.
La ciencia que nunca llegó
El DSM se presenta como un manual científico, pero no lo es. No hay ninguna prueba médica capaz de confirmar un diagnóstico del DSM. Ninguna resonancia cerebral, ningún análisis de sangre, ningún marcador biológico. Todo se basa en criterios observacionales y juicios clínicos: si cumples cierto número de síntomas durante cierto tiempo, “tienes” el trastorno.
Esto convierte el diagnóstico en algo profundamente subjetivo. Dos profesionales diferentes pueden evaluar al mismo paciente y llegar a conclusiones distintas. A esto se le llama baja fiabilidad interjueces, y es uno de los mayores problemas del DSM. Lo paradójico es que el manual nació, precisamente, para unificar criterios entre profesionales.
Ya en los años 70, el famoso experimento de David Rosenhan dejó en evidencia esta debilidad. Rosenhan y varios voluntarios sanos se presentaron en distintos hospitales psiquiátricos fingiendo oír voces. Todos fueron diagnosticados con esquizofrenia o trastorno bipolar y medicados. Una vez ingresados, dejaron de simular síntomas, pero nadie detectó que estaban perfectamente sanos. El estudio, titulado “Being Sane in Insane Places”, mostró que la etiqueta pesaba más que la observación clínica: una vez te diagnosticaban, todo lo que hacías se interpretaba a través del filtro de la enfermedad.
Décadas después, el panorama no ha mejorado mucho. En 2013, justo antes de la publicación del DSM-5, el entonces director del Instituto Nacional de Salud Mental de EE. UU. (NIMH), Thomas Insel, fue tajante:
“El DSM carece de validez científica. Hemos clasificado los trastornos mentales basándonos en consensos sobre grupos de síntomas, no en marcadores biológicos.”
Fue un golpe durísimo para la psiquiatría. Si el principal organismo de investigación en salud mental del mundo admitía que el manual más usado por los psiquiatras no tenía base científica sólida, algo estaba claramente mal.
El DSM no explica por qué alguien sufre, solo cómo se comporta. Es como diagnosticar fiebre sin buscar la infección. Un enfoque que simplifica tanto la mente humana que termina por vaciarla de sentido. Y cuando el síntoma se convierte en el foco, el contexto desaparece.
Por ejemplo, si una mujer atraviesa una ruptura dolorosa, duerme mal y pierde el apetito durante dos semanas, puede cumplir criterios de depresión mayor. Pero ¿y si esa tristeza es una respuesta normal a una pérdida? El DSM no lo pregunta. Solo cuenta síntomas. En 2013, el DSM-5 eliminó el llamado criterio de exclusión por duelo, que antes impedía diagnosticar depresión poco después de una pérdida significativa. A partir de entonces, podías ser diagnosticado de depresión a los 14 días de la muerte de tu pareja, hijo o madre.
Incluso Allen Frances, que participó en ediciones previas, lo calificó de “error gravísimo” y advirtió que esa decisión “patologizaba el duelo y convertía el dolor humano en trastorno”.
Y ese es el verdadero problema: el DSM no mide sufrimiento, mide síntomas. Y como los síntomas son universales —porque todos tenemos tristeza, ansiedad o miedo—, basta con cambiar el umbral para convertir la vida cotidiana en un problema médico.
Con cada nueva edición, ese umbral se ha vuelto más bajo.
Lo que antes era timidez ahora es fobia social.
Lo que antes era inquietud infantil ahora es TDAH.
Lo que antes era carácter impulsivo ahora es “trastorno explosivo intermitente”.
Y lo que antes era duelo ahora es “depresión”.
Cuantas más etiquetas, más enfermos.
Pero también más medicamentos, más consultas y más negocio.

La industria detrás del manual
Para entender cómo el DSM ha llegado a convertirse en el lenguaje universal del sufrimiento, hay que mirar quién se beneficia de que sigamos hablando en ese idioma.
El DSM no es solo un manual técnico; es una infraestructura económica. Cada categoría diagnóstica abre la puerta a nuevos tratamientos, nuevos fármacos y nuevas líneas de facturación. En otras palabras: cada trastorno es un mercado potencial.
En los años 80, con la llegada del DSM-III, la psiquiatría se alineó con la industria farmacéutica. Las etiquetas ofrecían un marco perfecto para justificar el uso de medicación: si existe un trastorno, existe un fármaco que lo “corrige”. Desde entonces, la curva de diagnósticos creció en paralelo a la curva de ventas de antidepresivos, ansiolíticos y estimulantes.
El psiquiatra Allen Frances, quien dirigió el comité del DSM-IV, lo reconoció años después con una frase demoledora:
“El DSM-5 ha convertido la tristeza en depresión, la timidez en ansiedad social y la distracción en TDAH. Cada nueva edición ha expandido los límites de la enfermedad, creando millones de falsos positivos que ahora dependen de medicación.”
Y no exageraba. Según investigaciones publicadas en PLoS Medicine, más del 60 % de los expertos que participaron en la elaboración del DSM-IV y DSM-5 tenían vínculos económicos con farmacéuticas. Muchos de ellos cobraban por conferencias, consultorías o financiación de estudios clínicos.
El psicólogo Marino Pérez, autor del libro La invención de los trastornos mentales, lo resume con claridad:
“El DSM ha sido el principal vehículo de la psiquiatría biológica para colonizar la vida cotidiana. Donde hay malestar, se instala una etiqueta. Y donde hay una etiqueta, aparece una pastilla.”
La ecuación es perfecta para el sistema:
Cuantos más diagnósticos, más tratamientos.
Cuantos más tratamientos, más dependencia.
Cuanta más dependencia, más rentabilidad.
Así, las categorías del DSM no solo estructuran la práctica clínica, sino también la economía de la salud mental. En EE. UU., las compañías de seguros solo cubren tratamientos si hay un diagnóstico DSM. Esto significa que para poder recibir ayuda, primero hay que ser “enfermo”. Una trampa burocrática que incentiva a los profesionales a etiquetar incluso lo que no necesita diagnóstico.
En este contexto, el DSM se convierte en una especie de catálogo de consumo emocional. Si antes necesitábamos una receta para un resfriado, hoy la necesitamos para la tristeza, la soledad o la frustración.
El psiquiatra español José Luis Marín, que formó parte del APA y después se desmarcó críticamente, advierte que el manual ha pasado de ser un instrumento clínico a un sistema de poder:
“El DSM define la normalidad. Y quien define la normalidad, controla la conducta.”
Y tiene razón. Porque cada nuevo diagnóstico no solo abre un mercado, sino también una forma de control social: delimita lo que es aceptable sentir, cuánto tiempo puedes estar triste y cuándo necesitas medicarte para volver a ser “funcional”.
En ese sentido, el DSM no solo ha medicalizado el malestar, sino que ha domesticado las emociones humanas. La tristeza, la ira, el miedo o el vacío existencial ya no son señales a interpretar, sino disfunciones a corregir.
Las grietas del sistema: un manual sin fiabilidad ni alma
El DSM pretende ofrecer un lenguaje común para los profesionales de la salud mental. Pero ese “lenguaje común” tiene un problema grave: nadie lo habla igual.
Uno de los principios básicos de cualquier clasificación científica es la fiabilidad interjueces —es decir, que distintos profesionales lleguen al mismo diagnóstico ante un mismo caso—. En la práctica, el DSM fracasa estrepitosamente en eso. Los estudios de la propia Asociación Americana de Psiquiatría (APA) muestran acuerdos que, en muchos trastornos, apenas superan el 30 %. Dicho de otro modo: dos psiquiatras pueden evaluar al mismo paciente y darle diagnósticos completamente diferentes.
Esto no es ciencia, es interpretación. Y cuando las etiquetas dependen más del ojo que las mira que de datos objetivos, el diagnóstico deja de ser una herramienta clínica para convertirse en una opinión con bata blanca.
El problema no termina ahí. El DSM tampoco tiene validez: no explica las causas, no predice la evolución, y no sirve para diseñar tratamientos eficaces. Lo único que hace es describir síntomas y agruparlos bajo un nombre. Por eso el psiquiatra Allen Frances —quien presidió el comité del DSM-IV y luego se convirtió en su mayor crítico— confesó:
“No hay ninguna evidencia de que las categorías del DSM correspondan a enfermedades reales. Son construcciones sociales, no entidades biológicas.”
El DSM no mide procesos, mide conductas visibles. Pero el sufrimiento humano no se ve, se entiende. No se manifiesta igual en una mujer que acaba de perder a su hijo que en un joven sin trabajo, aunque ambos cumplan criterios de “depresión mayor”. El manual, sin embargo, los pone en la misma caja.
El psicólogo Marino Pérez lo plantea con una lucidez incómoda:
“El DSM es un catálogo descriptivo que confunde la realidad con la lista. Lo que no aparece en el manual parece no existir.”
Y cuando la lista se convierte en realidad, todo lo que no encaja se vuelve invisible: el contexto familiar, la historia vital, la cultura, el entorno. El resultado es una visión deshumanizada del sufrimiento, donde las emociones se tratan como si fueran virus y las personas como si fueran máquinas averiadas.
La psicóloga y docente María Jesús Froján, referente del enfoque conductual y crítica con el reduccionismo del modelo psiquiátrico, resume este efecto con precisión:
“El DSM ha desviado a la psicología de su objeto: el comportamiento. Al centrarse en etiquetas internas e hipotéticas, olvidamos analizar la conducta y su función en el contexto.”
Este enfoque puramente descriptivo tiene otra consecuencia devastadora: la comorbilidad. La mayoría de las personas diagnosticadas con un trastorno del DSM cumplen criterios de dos, tres o más. No porque estén “más enfermas”, sino porque los límites entre las categorías son arbitrarios. El manual intenta encajar en casillas lo que, en realidad, se solapa.
Por eso tantos pacientes salen de consulta con diagnósticos en plural: depresión y ansiedad; TDAH y trastorno de pánico; fobia social y trastorno evitativo… Y en ese laberinto de etiquetas, el foco deja de estar en lo que la persona vive para centrarse en lo que el manual dicta.
Como dice José Luis Marín, antiguo miembro del APA y crítico declarado del modelo:
“El DSM pretende clasificar el malestar humano como si fueran virus en un laboratorio, pero lo humano no cabe en un microscopio.”
El resultado es un sistema sin alma, que mide lo visible y olvida lo esencial. Y cuando la ciencia se vacía de humanidad, el diagnóstico se convierte en una forma de ceguera institucionalizada.
Cuando la tristeza se volvió enfermedad
La vida duele. A veces profundamente. Pero eso no significa que estemos enfermos. El problema es que el DSM ha ido reduciendo tanto el umbral de lo “normal” que prácticamente cualquier emoción intensa puede convertirse en un trastorno.
Uno de los casos más claros fue el duelo. Hasta el DSM-IV, se consideraba natural que una persona que acababa de perder a un ser querido mostrara síntomas de tristeza, insomnio o desesperanza durante semanas. Era una reacción normal a una situación anormal. Pero con el DSM-5, en 2013, ese criterio desapareció: la llamada exclusión por duelo fue eliminada. Desde entonces, una persona puede ser diagnosticada de “depresión mayor” apenas dos semanas después de enterrar a su pareja o a su hijo.
¿El resultado? Miles de personas medicadas por sufrir algo tan humano como la pérdida. Incluso Allen Frances, que formó parte del comité de versiones anteriores, lo calificó de “error gravísimo” porque “patologiza el duelo y confunde dolor con enfermedad”.
Lo mismo ocurrió con la timidez. Lo que antes se entendía como un rasgo de personalidad —una forma de ser más reservada o prudente— se convirtió en el DSM-III en “trastorno de ansiedad social”. El límite entre carácter y patología quedó tan difuso que hoy un adolescente que evita hablar en público puede acabar diagnosticado y medicado.
El TDAH es otro ejemplo paradigmático. Lo que durante años se entendía como variabilidad normal en la atención infantil, se convirtió en un trastorno masivo con la llegada del DSM-IV. Desde entonces, los diagnósticos se han disparado, especialmente en países donde el manual se usa de forma más rígida. En EE. UU., el porcentaje de niños medicados con estimulantes ha llegado a superar el 10 %.
Y si miramos al futuro, la tendencia continúa. Ya hay voces dentro de la psiquiatría que proponen incluir la soledad crónica como un nuevo trastorno mental en las próximas ediciones. La paradoja es brutal: en lugar de preguntarnos por qué vivimos en sociedades cada vez más desconectadas, proponemos medicalizar la consecuencia.
El psicólogo Marino Pérez lo explica sin rodeos en La invención de los trastornos mentales:
“El DSM no diagnostica enfermedades, las inventa. Y al hacerlo, transforma la vida cotidiana en una sucesión de síndromes.”
Y así hemos llegado a un punto donde el malestar, el duelo o la frustración ya no se interpretan como partes naturales de la experiencia humana, sino como “síntomas” que deben eliminarse. El problema no es sentir. El problema es que hemos perdido la tolerancia al malestar.
Vivimos en una cultura que exige productividad, control y felicidad constante. El DSM se ha adaptado perfectamente a esa lógica: nos ofrece diagnósticos que justifican medicaciones para volver a la “normalidad”. Pero esa normalidad no existe. Es un ideal fabricado a golpe de manual.
El daño invisible: cómo el DSM afecta a las personas y a la psicología
El daño del DSM no se mide en cifras, sino en historias.
Personas que llegan a consulta con la mirada vacía y una frase en la boca:
“Tengo depresión.”
“Soy ansiosa.”
“Soy TDAH.”
No dicen “me siento así”, sino “soy”.
El diagnóstico deja de ser una descripción para convertirse en una identidad.
Y eso tiene un precio enorme.
Cuando una etiqueta define lo que eres, deja de ser una herramienta clínica y se convierte en una profecía autocumplida.
Muchos pacientes dejan de preguntarse por qué sufren, qué papel cumple su conducta, o qué pueden hacer para cambiar. Empiezan a pensar que su malestar es una condición fija, biológica, inmodificable.
Así es como el DSM, bajo su apariencia científica, ha contribuido a la indefensión aprendida de toda una sociedad. Ha convertido la psicología en un lenguaje de patologías y la vida cotidiana en un campo minado de diagnósticos.
El psicólogo y exmiembro del APA José Luis Marín lo resume con una frase que no necesita matices:
“El DSM ha transformado la psicología en un mapa de enfermedades imaginarias. Lo que antes era sufrimiento humano, ahora es mercancía.”
Y no exagera.
Las cifras hablan solas: cada año aumentan los diagnósticos de depresión, ansiedad, TDAH o trastorno bipolar, pero la salud mental global no mejora.
En cambio, crece el consumo de psicofármacos y la dependencia de tratamientos que apenas alivian los síntomas sin tocar las causas.
El DSM ha cambiado también nuestra forma de pensar sobre la terapia.
En lugar de buscar función, contexto y aprendizaje, muchos profesionales han terminado adaptando su trabajo al lenguaje del manual: centrados en el diagnóstico, en protocolos uniformes y en checklists que olvidan a la persona.
El resultado es una psicología cada vez más parecida a la psiquiatría, donde el sujeto se disuelve entre síntomas, etiquetas y escalas.
Y cuando la terapia se reduce a aplicar protocolos según el código diagnóstico, dejamos de ser psicólogos para convertirnos en burócratas del sufrimiento.
Por eso cada vez más profesionales levantan la voz.
Porque detrás de cada diagnóstico hay una historia que el manual no puede leer:
La ansiedad de quien vive en un entorno inestable.
La apatía de quien no encuentra sentido en su trabajo.
La tristeza de quien ha perdido a alguien.
El miedo de quien creció sin seguridad.
Ninguna de esas experiencias es una enfermedad. Son respuestas humanas a contextos humanos. Pero el DSM no ve contexto. Solo síntomas.
El problema es que cuando el sistema diagnostica lo que debería comprender, el paciente deja de ser protagonista de su proceso y se convierte en paciente crónico.
El círculo se cierra: diagnóstico → medicación → dependencia → diagnóstico.
Como señaló el psiquiatra Allen Frances, “la frontera entre tratamiento y negocio se ha vuelto invisible”.
Y eso es, probablemente, el mayor síntoma de todos.
Romper el manual: hacia una psicología que vuelva a mirar a las personas
El DSM no solo ha influido en la psiquiatría, también ha contaminado la forma en la que entendemos la psicología. Ha reducido algo tan complejo como la experiencia humana a un listado de síntomas, olvidando que el comportamiento tiene una función, no un defecto.
Desde la perspectiva de la psicología conductual y contextual —la que defendemos muchos profesionales—, el sufrimiento no es una enfermedad, sino una señal funcional que nos habla de cómo la persona está interactuando con su entorno. No necesitamos un manual para clasificar esa interacción, sino herramientas para comprenderla.
Donde el DSM ve “trastornos”, nosotros vemos procesos psicológicos: evitación, fusión cognitiva, rigidez, pérdida de valores, falta de refuerzo, ausencia de contacto social. Procesos que pueden entenderse, entrenarse y modificarse, sin recurrir a una etiqueta que encierre a la persona en un diagnóstico crónico.
Las terapias de tercera generación (como la ACT, la Terapia Conductual Dialéctica, o la FAP) ya lo demuestran cada día: no se centran en cambiar lo que uno siente, sino en aprender a relacionarse de otra forma con lo que siente. El objetivo no es eliminar el malestar, sino dejar de obedecerle.
Cuando trabajas desde el análisis funcional, te das cuenta de que dos personas con el mismo “trastorno” pueden necesitar cosas completamente diferentes. Porque no es el síntoma lo que importa, sino la función que cumple en la vida de esa persona. Una etiqueta no explica nada. Un análisis conductual lo explica todo.
El psicólogo Marino Pérez lo expresó de forma brillante: “No hay mentes enfermas, hay vidas desajustadas.”
Y eso lo cambia todo. Porque cuando dejamos de buscar el fallo dentro del individuo y empezamos a mirar su historia, su entorno, sus aprendizajes y sus valores, la terapia deja de ser un tratamiento para convertirse en un proceso de comprensión.
Por eso defendemos que la psicología debe liberarse del DSM. No para negar el sufrimiento, sino para devolverle su sentido. No para eliminar diagnósticos, sino para dejar de usarlos como identidad.
El manual nació con la intención de ordenar, pero ha terminado uniformando lo que no se puede uniformar: la vida humana. Y si algo nos enseña la experiencia clínica es que nadie encaja perfectamente en una categoría, ni siquiera los que redactaron el manual.
Quizá haya llegado el momento de romper el DSM, metafóricamente hablando. Dejar de preguntar “¿qué trastorno tengo?” para empezar a preguntar “¿qué función cumple esto que me pasa?”. Dejar de mirar síntomas y volver a mirar personas.
Porque el sufrimiento no es un error del sistema nervioso, es una forma de adaptación que, a veces, necesita comprensión y acompañamiento, no medicación ni etiquetas.
El DSM inventó millones de enfermos. Pero la psicología tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de devolverles la salud. No con diagnósticos, sino con conocimiento, contexto y humanidad.
Conclusión
Sentir alegría, tristeza, miedo, amor, ira, esperanza… es nuestro derecho de nacimiento como seres humanos. Sentir no es un síntoma, es una señal de vida.
En un mundo que nos dice que estemos siempre “bien” y que medicamenta el más mínimo atisbo de dolor, recordar esto es un acto de rebeldía y de autoaceptación.
No, no estás enfermo por sentir tristeza ante una pérdida; estás demostrando que amaste.
No estás loco por ponerte nervioso ante los cambios; estás mostrando que te importan las cosas.
Hemos visto que la sociedad contemporánea —con sus buenas intenciones a veces, y sus intereses económicos otras— ha convertido las emociones normales en trastornos mentales a ojos de muchos. Pero también hemos explorado cómo distinguir cuándo realmente necesitamos ayuda y cuándo simplemente necesitamos permitirnos sentir. Qué liberador es darse cuenta de que no tenemos que ser felices todo el tiempo, que está bien no estar bien a ratos.
La vida nos va a seguir presentando desafíos, pérdidas y sorpresas. No podemos controlar eso, pero sí podemos controlar nuestra respuesta: en vez de asustarnos de nuestras emociones, podemos acogerlas, vivirlas y dejarlas ir cuando cumplan su función. Y cuando la tormenta emocional sea demasiado fuerte, buscar refugio en la ayuda profesional sin vergüenza ni culpa.
Al cerrar, te invito a abrazar tu humanidad completa. La próxima vez que una oleada de tristeza o ansiedad te invada, mírala de frente y dite: “Esto no me hace débil ni enfermo, me hace humano. Pasará, y saldré adelante”.
Porque, en última instancia, no estás enfermo, estás vivo – y vivir conlleva sentir. Y sentir, con todo lo que ello implica, es el verdadero signo de estar plenamente vivo.
Si quieres seguir aprendiendo más sobre trastornos emocionales tengo una masterclass de 35 min que se llama "Ansiedad y depresión: lo que nunca te contaron" que seguramente de interese.



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