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Medicalizar el malestar: por qué confundimos emociones con trastornos mentales

¿Te has preguntado alguna vez si estar triste unos días significa que estás deprimido? Imagina perder un empleo o terminar una relación y sentir un vacío enorme. Es doloroso, sí, pero ¿es una enfermedad o simplemente la vida misma?


Vivimos en una época en la que el malestar emocional cotidiano se mira con sospecha: si no estamos radiantes, asumimos que algo “anda mal” en nuestra salud mental. No es de extrañar: el consumo de antidepresivos no ha dejado de crecer (en España ha aumentado un 53% en 15 años) y cada vez más gente sale del consultorio con un diagnóstico psiquiátrico para problemas que antes se consideraban parte natural de la existencia


Esta medicalización de las emociones ha llevado a que la tristeza, el miedo o la ansiedad cotidiana se confundan con trastornos mentales. Pero no estás enfermo, estás vivo.


Sentir dolor, angustia o incertidumbre es parte de la experiencia humana, y en muchos casos no es síntoma de patología sino señal de que estamos viviendo.


En este artículo exploraremos cómo la sociedad contemporánea ha llegado a patologizar emociones normales, convirtiendo el malestar emocional en sinónimo de enfermedad.


Veremos por qué sentimos presión por ser felices todo el tiempo, cómo las redes sociales alimentan expectativas poco realistas y cómo el diagnóstico fácil a veces va demasiado lejos.


Aprenderemos a distinguir un malestar emocional normal de un trastorno mental, con criterios claros y ejemplos cotidianos, apoyándonos en voces expertas y estudios reconocidos.


Finalmente, reflexionaremos sobre cómo reaprender a sentir nuestras emociones intensas sin caer en la patologización: aceptar la tristeza y el miedo como partes inevitables (y hasta valiosas) de la vida, desarrollar resiliencia emocional, y saber cuándo de verdad es adecuado buscar ayuda profesional.


Si alguna vez has sentido que “deberías ser más feliz” o que tu ansiedad diaria te convierte en “enfermo”, este artículo es para ti. Acompáñanos a cuestionar la creencia de que sentir es igual a enfermar. Porque, al fin y al cabo, sentir no es un fallo, es una prueba de que estamos vivos.


Medicalizar el malestar: por qué confundimos emociones con trastornos mentales

Medicalizar el malestar: ¿por qué confundimos emociones con trastornos mentales?


La presión por mostrar felicidad constante en redes sociales puede llevarnos a patologizar nuestras emociones.


La sociedad actual nos vende la idea de la felicidad constante como objetivo de vida. Nos bombardean con libros de autoayuda, influencers sonrientes en Instagram y campañas de “wellness” que sugieren que si no estás feliz 24/7, algo falla en ti. 


Esta exigencia de sentirse bien todo el tiempo genera lo que algunos psicólogos llaman positivismo tóxico: la creencia de que las emociones “negativas” (tristeza, enfado, miedo, frustración) son inaceptables y deben suprimirse de inmediato.


Como resultado, muchas personas empiezan a ver cualquier atisbo de malestar emocional como un fracaso personal o incluso como síntoma de un trastorno. Si me siento triste, pienso “debo estar deprimido”; si tengo miedo a algo nuevo, quizás “tengo un trastorno de ansiedad”.


En lugar de normalizar esas emociones legítimas, tratamos de corregirlas o evitarlas a toda costa. 

La presión de estar felices también se ve amplificada por las redes sociales donde se comparte información fuertemente sesgada hacia lo positivo. En Facebook, TikTok, Instagram o cualquier plataforma, la mayoría comparte solo sus momentos positivos: vacaciones de ensueño, logros, sonrisas.


Al compararnos con esas vidas “perfectas”, es fácil sentir que nuestras emociones difíciles son raras o “anómalas”. ¿Soy el único que se siente triste mientras todos parecen tan plenos? Este espejo distorsionado agrava la ansiedad y la sensación de insuficiencia


Estudios señalan que cuanto más buscamos activamente la felicidad en comparación con otros, menos satisfechos nos sentimos. La autoexigencia emocional se dispara: nos culpamos por estar mal (“no debería sentirme así, mi vida no es tan mala”), lo que a su vez aumenta el estrés y nos aleja de una salud mental equilibrada.


Paradójicamente, en la era de la “felicidad obligatoria” proliferan la ansiedad y la depresión.

Gabor Maté, reconocido médico y autor, lo resume con una reflexión incisiva: “Lo que consideramos normal en esta sociedad en realidad no es natural ni saludable, y es causa de muchas patologías; de hecho, las ‘anormalidades’ que llamamos enfermedades mentales son a menudo respuestas normales a una cultura anormal.”


Es decir, quizá no somos nosotros (ni nuestras emociones) los “enfermos”, sino un entorno social que nos exige lo imposible.


 A esta presión cultural se suma el auge del diagnóstico psiquiátrico fácil. La conciencia sobre salud mental ha crecido (lo cual es positivo para combatir el estigma), pero también lo ha hecho cierta tendencia a etiquetar rápidamente cualquier sufrimiento.


La psicóloga de Harvard Susan David, autora de Emotional Agility, advierte precisamente sobre este riesgo: “Muchos de nosotros juzgamos de forma refleja nuestras emociones normales y naturales. Nos decimos que no deberíamos sentir tristeza, miedo o ira, y al hacerlo creamos más sufrimiento del que intentamos evitar.”


David defiende que la verdadera salud emocional no consiste en eliminar las emociones incómodas, sino en aprender a convivir con ellas con curiosidad y compasión. 


En lugar de preguntarnos “¿cómo dejo de sentirme mal?”, propone cuestionarnos “¿qué me está diciendo esta emoción sobre lo que valoro?


Un desamor, la pérdida de un ser querido, o una frustración en el trabajo... son experiencias duras, sin duda, pero forman parte de la vida. Sin embargo, hoy es común que ante estos eventos se termine con un antidepresivo recetado, como si sentir tristeza fuera en sí mismo un desorden que hay que eliminar.


Cuando la psiquiatría y la farmacología “se hacen cargo de esta ‘tristeza normal’ tratándola como un desorden mental”, el mensaje que cala es: “la tristeza es incómoda y debemos dejar de sentirla.” En este caldo de cultivo, la industria farmacéutica encuentra terreno fértil, promocionando soluciones rápidas en forma de pastilla para emociones que antes gestionábamos de manera natural.


Allen Frances – eminente psiquiatra que lideró la redacción del DSM-IV – denunció cómo a partir de los años 90 el péndulo pasó de infra-diagnosticar a sobre-diagnosticar: “demasiada gente normal sale de la consulta con un diagnóstico (y un código) y un tratamiento, probablemente ambas cosas innecesarias”


Frances acuñó el término “psiquiatrización de la normalidad” y advierte que la propia clasificación diagnóstica cada vez da cabida a más comportamientos ordinarios: “ahora... ya disponen de un código para cada pequeña extravagancia de cada persona”


Dicho de otro modo, corremos el riesgo de que cualquier emoción incómoda reciba una etiqueta clínica. La combinación de estos factores – la cultura de la felicidad obligatoria, la comparación constante en redes, y la facilidad para diagnosticar y medicar – crea un entorno donde es fácil patologizar nuestras emociones.


Nos cuesta tolerar el más mínimo malestar; hemos olvidado que es normal tener días malos, que el “bajón” forma parte del repertorio humano.


Como provocaba el propio Allen Frances con el título de su libro (en castellano, “¿Somos todos enfermos mentales?”), parece que hoy todos podríamos encajar en algún trastorno si buscamos lo suficiente en el manual diagnóstico. Pero antes de asumir que estamos rotos por sentir, vale la pena preguntarnos: ¿dónde está la línea entre un malestar emocional normal y un trastorno mental real? A continuación, veremos cómo distinguirlos.



Diferencia entre malestar normal y sufrimiento desregulado


No toda tristeza es “depresión”, ni todo miedo es “ansiedad patológica”.


La línea que separa un malestar emocional normal de un sufrimiento desregulado no está en los manuales, sino en cómo la persona se relaciona con lo que siente. Desde la psicología, no hablamos de “enfermedades mentales” como si fueran virus o entidades externas, sino de procesos psicológicos que tienen una causa, una función y un contexto.



1. El criterio no es médico, es funcional


Las emociones son respuestas del organismo ante la vida. Se vuelven problemáticas cuando pierden su función adaptativa o cuando la persona, en su intento de evitar el malestar, entra en bucles de evitación, culpa o bloqueo que agravan el sufrimiento. 


El problema no es sentir tristeza, miedo o ansiedad, sino cómo nos relacionamos con ellas. Por ejemplo, si ante una pérdida me permito llorar, descansar y buscar apoyo, el proceso cumple su función: integrar la experiencia y reconstruirme. Pero si me exijo estar bien de inmediato, reprimo lo que siento o empiezo a medicar la emoción para no sentirla, la tristeza se enquista y se convierte en un estado de desconexión más profundo.


2. Duración, intensidad y rigidez


En psicología no se trata tanto de medir “cuánto” dura algo, sino qué papel cumple. Una emoción es saludable cuando se mueve, cuando fluctúa, cuando informa y deja espacio a otras experiencias. 


Se vuelve disfuncional cuando se estanca o domina todas las áreas de la vida. Cuando la persona se ha quedado atrapada en una forma de respuesta que ya no sirve. Esto puede deberse a muchos factores: trauma, aprendizaje familiar, estrés acumulado, falta de recursos, o un contexto que no permite expresar lo que uno siente.


3. Contexto, no diagnóstico


La psicología contextual no separa la emoción de su historia. Si alguien se siente apático después de años de exigencia, frustración y desconexión, no es “depresivo”, es una persona agotada emocionalmente que necesita parar y reconectar con lo que valora. 


Si alguien evita lugares por miedo, no tiene un “trastorno de ansiedad”, tiene un sistema nervioso que aprendió a asociar ciertos estímulos con peligro y ahora necesita seguridad para reaprender. 


Llamarlo “trastorno” puede servir en entornos clínicos, pero fuera de ahí sólo perpetúa la idea de que estamos rotos o enfermos.


4. La diferencia real: regulación vs. desconexión


Podemos entenderlo así:

  • El malestar emocional sano aparece, se expresa y se disuelve con el tiempo. Nos ayuda a adaptarnos, tomar decisiones y reajustar nuestra vida.

  • El sufrimiento desregulado se queda atascado. Se alimenta de la evitación, la autoexigencia y la desconexión del cuerpo. No porque haya “algo roto” en el cerebro, sino porque el sistema se ha quedado sin recursos para autorregularse.


Viktor Frankl, psiquiatra y superviviente del Holocausto, lo expresó con una frase que sigue siendo una joya clínica y humana: “Una reacción anormal a una situación anormal es un comportamiento normal.”


Cuando la vida nos lanza una tragedia, un trauma o una pérdida, reaccionar con tristeza, miedo o desesperación no es un síntoma, es humanidad pura. Lo que necesitamos no es medicarlo, sino acompañarlo, darle espacio, comprender qué nos está mostrando y qué necesita cambiar.


5. Los límites difusos del diagnóstico


En teoría, los manuales como el DSM-5 o la CIE-11 pretenden ayudar a los profesionales a poner orden y a unificar criterios. En la práctica, incluso quienes los escribieron reconocen que hay un terreno muy gris entre lo que es una experiencia humana normal y lo que se etiqueta como “trastorno”. 


El propio Allen Frances, psiquiatra que presidió la redacción del DSM-IV, ha sido uno de los críticos más firmes de esa deriva: “La psiquiatría es especialmente vulnerable a la manipulación de las líneas que separan la normalidad de la enfermedad, porque carece de pruebas biológicas y depende de juicios subjetivos.” 


Frances advierte que, en las últimas décadas, el sistema diagnóstico ha ampliado tanto sus categorías que comportamientos y emociones habituales han pasado a considerarse síntomas clínicos.


Un ejemplo muy significativo fue la eliminación, en el DSM-5, de la llamada “exclusión por duelo”. 


Hasta entonces, si una persona mostraba tristeza profunda tras la muerte de un ser querido, se entendía como duelo normal, una reacción esperable ante una pérdida. Con la nueva versión, esa misma persona puede recibir un diagnóstico de “depresión” apenas dos semanas después del fallecimiento si cumple ciertos criterios. 


Muchos profesionales —entre ellos el propio Frances— lo consideran una forma de patologizar el dolor humano, transformando un proceso de adaptación en una “enfermedad” que hay que corregir.


Esta crítica va más allá de la anécdota: cuestiona el enfoque biomédico que busca encajar cada emoción en una etiqueta y cada etiqueta en un tratamiento.


Desde la psicología, el reto no es clasificar el sufrimiento sino comprenderlo en su contexto, explorar qué lo causa, qué función cumple y cómo puede transformarse. Por eso el criterio clínico y la perspectiva humanista son tan importantes: no se trata de aplicar un manual, sino de escuchar la historia completa de la persona y entender si su reacción tiene sentido dentro de su vida.


Hasta aquí hemos visto que la clave no está en clasificar lo que sentimos como “normal” o “patológico”, sino en comprender cómo funciona y qué hacemos con ello.


El sufrimiento no se resuelve con etiquetas, sino entendiendo qué lo mantiene activo: la lucha constante por no sentir, la evitación de lo incómodo, el intento de controlar lo incontrolable.


Cuando el foco deja de estar en “quitar los síntomas” y pasa a aprender a relacionarnos de otra forma con ellos, comienza el verdadero proceso de cambio.


Y eso es precisamente lo que trabajamos desde las terapias contextuales: reaprender a sentir sin huir, actuar aunque haya malestar y reconectar con lo que da sentido a la vida.


Medicalizar el malestar: por qué confundimos emociones con trastornos mentales


Reaprender a sentir: estrategias para convivir con emociones intensas


Sentir malestar no significa que algo “vaya mal” en ti. Significa que tu sistema está respondiendo. 


Las emociones desagradables —como la ansiedad, la tristeza o la culpa— no son el problema; lo que nos hace sufrir es la lucha constante por no sentirlas


Este patrón, conocido como evitación experiencial, se ha convertido en uno de los principales mecanismos que mantienen los problemas emocionales en la actualidad. Intentamos controlar el miedo, suprimir la tristeza o distraernos del vacío, pero cuanto más esfuerzo ponemos en eliminar lo que sentimos, más intensas y persistentes se vuelven esas emociones.


Desde la psicología conductual y contextual, reaprender a sentir implica cambiar la relación que tenemos con nuestras emociones. No buscamos eliminarlas, sino modificar el modo en que reaccionamos ante ellas, reduciendo la lucha y aumentando la flexibilidad psicológica: la capacidad de actuar en coherencia con nuestros valores incluso cuando el malestar sigue presente.


1. Aceptar no es rendirse: es interrumpir el ciclo de control


La aceptación emocional no tiene nada que ver con conformarse o resignarse. 


Consiste en permitir la experiencia interna tal como es, sin añadir resistencia, ni evitación, ni culpa. 


Cuando te permites sentir miedo o tristeza sin intentar controlarlos, estás entrenando al cerebro a reconocer que esas sensaciones no son peligrosas, solo incómodas


Y cuando la emoción deja de interpretarse como amenaza, se regula de forma natural.


En ACT hablamos de estar dispuesto a experimentar: seguir avanzando a pesar del malestar porque eliges actuar en función de tus valores, no de tus estados internos


Cada vez que haces algo importante para ti —aunque estés ansioso, frustrado o cansado— estás fortaleciendo esa flexibilidad psicológica. 


Es un proceso de aprendizaje, no de fuerza de voluntad.


2. Los pensamientos no son hechos: aprende a tomar distancia


Nuestra mente genera pensamientos de manera automática: anticipaciones, juicios, recuerdos, catastrofismos. 


Desde la TCC y la ACT se trabaja la defusión cognitiva: aprender a ver los pensamientos como lo que son —eventos mentales pasajeros—, no como verdades absolutas. 


Esta distancia cognitiva permite responder con mayor flexibilidad conductual.


Por ejemplo, ante el pensamiento “no voy a poder”, no intentamos sustituirlo por “sí, puedo”, sino reconocerlo como una construcción mental, observarlo y actuar igualmente. 


Es un cambio de nivel: dejamos de discutir con la mente para dirigirnos a la acción. Dejas de preguntarte “¿por qué pienso esto?” y pasas a preguntarte “¿qué puedo hacer mientras esto está aquí?”


3. El cuerpo como vía de regulación


Toda emoción tiene una expresión fisiológica. 


En términos neuroconductuales, el cuerpo es el primer termómetro de la emoción, y aprender a regularlo reduce la intensidad de la experiencia sin necesidad de suprimirla. Esto no significa controlar las sensaciones, sino mantener contacto con ellas sin escapar.


Técnicas simples como la respiración diafragmática, la exposición interoceptiva (permanecer en la sensación sin evitarla) o el movimiento físico regular ayudan a enseñar al sistema nervioso que puede tolerar la activación. 


Es un entrenamiento de seguridad: el cuerpo aprende que lo incómodo no es peligroso.


4. Cambiar la conducta antes que la emoción


Uno de los principios más sólidos de la psicología conductual es que el cambio emocional se produce a través del cambio de conducta, no al revés. 


Esperar a “sentirse bien” para actuar perpetúa el ciclo del bloqueo. 


El trabajo pasa por exponerse gradualmente a lo que se evita, entrenando nuevas respuestas ante el malestar.


Por ejemplo, una persona con ansiedad social no supera su miedo analizando su pasado, sino exponiéndose progresivamente a las situaciones temidas, aprendiendo a permanecer en ellas hasta que la ansiedad desciende por habituación. 


La conducta cambia primero; la emoción se reajusta después.


5. Valores: moverse en dirección a lo que importa


La regulación emocional no consiste solo en disminuir síntomas, sino en reorientar la vida hacia lo significativo


Los valores funcionan como guía conductual en medio de la incertidumbre. 


Cuando una persona empieza a tomar decisiones alineadas con lo que valora —aunque el miedo o la tristeza sigan presentes— su sistema emocional se reorganiza. 


El foco deja de ser “no sufrir” y pasa a ser “vivir con sentido”. 


Y cuando la dirección vital tiene claridad, la emoción deja de ser el timón que gobierna cada acción.


6. Pedir ayuda cuando los recursos no son suficientes


A veces la desregulación, el aprendizaje previo o el entorno dificultan aplicar estas estrategias sin acompañamiento. 


Buscar ayuda psicológica no es rendirse, es ampliar los recursos para poder hacerlo mejor


La terapia cognitivo-conductual y las terapias contextuales han demostrado su eficacia en la reducción del sufrimiento, porque enseñan a la persona a funcionar mejor con sus emociones presentes.


Un buen proceso terapéutico no busca que “no sientas”, sino que puedas actuar con libertad incluso cuando sientes.



En resumen


El objetivo no es eliminar el malestar, sino aprender a relacionarte con él de otra forma. La emoción no manda: informa. Y cuando aprendes a escucharla sin obedecerla, el sufrimiento se convierte en experiencia funcional.


No estás roto: tu mente hace exactamente lo que ha aprendido para protegerte. Pero puedes enseñarle algo nuevo: que la incomodidad no es amenaza, y que se puede vivir plenamente incluso con ella.



Conclusión


Sentir alegría, tristeza, miedo, amor, ira, esperanza… es nuestro derecho de nacimiento como seres humanos. Sentir no es un síntoma, es una señal de vida.


En un mundo que nos dice que estemos siempre “bien” y que medicamenta el más mínimo atisbo de dolor, recordar esto es un acto de rebeldía y de autoaceptación. 


No, no estás enfermo por sentir tristeza ante una pérdida; estás demostrando que amaste. 


No estás loco por ponerte nervioso ante los cambios; estás mostrando que te importan las cosas. 


Hemos visto que la sociedad contemporánea —con sus buenas intenciones a veces, y sus intereses económicos otras— ha convertido las emociones normales en trastornos mentales a ojos de muchos. Pero también hemos explorado cómo distinguir cuándo realmente necesitamos ayuda y cuándo simplemente necesitamos permitirnos sentir. Qué liberador es darse cuenta de que no tenemos que ser felices todo el tiempo, que está bien no estar bien a ratos. 


La vida nos va a seguir presentando desafíos, pérdidas y sorpresas. No podemos controlar eso, pero sí podemos controlar nuestra respuesta: en vez de asustarnos de nuestras emociones, podemos acogerlas, vivirlas y dejarlas ir cuando cumplan su función. Y cuando la tormenta emocional sea demasiado fuerte, buscar refugio en la ayuda profesional sin vergüenza ni culpa. 


Al cerrar, te invito a abrazar tu humanidad completa. La próxima vez que una oleada de tristeza o ansiedad te invada, mírala de frente y dite: “Esto no me hace débil ni enfermo, me hace humano. Pasará, y saldré adelante”.


Porque, en última instancia, no estás enfermo, estás vivo – y vivir conlleva sentir. Y sentir, con todo lo que ello implica, es el verdadero signo de estar plenamente vivo.




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